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2022-10-17 18:45:35 By : Ms. sandra shao

SANTA MARTA, Col.- El catre de campaña donde murió Simón Bolívar es corto y estrecho, pero sobraba espacio para su cuerpo de moribundo que medía un metro con 61 centímetros y pesaba 35 kilos.

Aquí, en el casco de la quinta San Pedro Alejandrino, con “respiración anhelosa, pulso apenas sensible, a las 12 empezó el ronquido y a la una en punto expiró el Excelentísimo Señor Libertador, después de una agonía larga pero tranquila”, señala el último de los 33 partes médicos del doctor Alexandre Procord Reverend, que lo asistió hasta la muerte, el 17 de diciembre de 1830.

A los 47 años murió el personaje más grande que ha dado América.

Peleó 447 batallas, cabalgó 123 mil kilómetros, 10 veces más que Aníbal, tres veces más que Napoleón y dos veces más que Alejandro Magno, con una gran diferencia sobre todos ellos: nunca lo hizo para conquistar, sino para liberar.

Dio la libertad a seis naciones del continente, que arrebató al más poderoso imperio de ese entonces.

Desde la ventana de la habitación donde murió se ven ceibas que tienen más de 300 años, un samán de cuatro siglos, un riachuelo y “dos tamarindos homéricos donde El Libertador colgaba su hamaca de moribundo”, según cuenta Gabriel García Márquez en El amor en los tiempos del cólera. Lo han desmentido con el argumento de que el estado de salud del general era tan precario que no podía salir a balancearse en una hamaca.

“Son licencias literarias que se tomaba Gabito”, dicen sus paisanos del Magdalena, pero se equivocan: García Márquez no sólo era novelista, sino ante todo un buen reportero.

El parte del doctor Reverend asentó el 13 de diciembre que “la noche del 12 al 13 S.E. la pasó con mucha inquietud y desvelo, mudándose a cada rato de la cama a la hamaca y de la hamaca a la cama, con unos quejidos continuos, pero sin poder explicar sus achaques”.

Ya muy cerca de la muerte le pidió al médico que lo llevara a la hamaca. Reverend escribe que tomó fuerzas para cargarlo, pero casi se fue espaldas con el cuerpo del general en los brazos, pues sólo pesaba 35 kilos.

A Bolívar le gustaba oír las conversaciones en voz alta de los oficiales en el jardín, mientras velaban su sueño y jugaban a las cartas. Así conocía su estado de ánimo.

Pero nada disfrutaba más que escuchar por las noches a su edecán mexicano, pues “nunca había oído cantar a nadie con tanto amor, ni recordaba a nadie tan triste que, sin embargo, convocara tanta felicidad en torno suyo” (apunta García Márquez), y más de una vez pidió ir con él junto a la fogata de guardia para acompañarlo con una voz que, dicen sus biógrafos, ya no era de este mundo.

Bolívar tuvo un especial afecto hacia el capitán Agustín de Iturbide.

Cuenta Gabriel García Márquez en El general en su laberinto (un libro de investigación rigurosa) que “Agustín de Iturbide era el hijo mayor de un general mexicano de la guerra de Independencia, que se proclamó emperador de su país y no alcanzó a serlo por más de un año”.

Narra que el general (Simón Bolívar) tenía un afecto distinto por él “desde que lo vio por primera vez, en posición de firmes, trémulo y sin poder dominar el temblor de las manos por la impresión de encontrarse frente al ídolo de su infancia. Entonces tenía 22 años. Aún no había cumplido 17 cuando su padre fue fusilado en un pueblo polvoriento y ardiente de la provincia mexicana, pocas horas después que regresó del exilio sin saber que había sido juzgado en ausencia y condenado a muerte por alta traición”.

Cuando fusilaron a Iturbide, Bolívar hizo declaraciones que se tomaron como un respaldo a la monarquía, y él mismo se encargó de explicar en una cena que fue recordada por el nobel de Aracataca:

“No le quitaría ni una letra a lo que dije entonces. Me admira que un hombre tan común como Iturbide hiciera cosas tan extraordinarias, pero que Dios me libre de su suerte como me ha librado de su carrera, aunque sé que no me librará jamás de la misma ingratitud”.

Antes de morir le aconsejó al capitán Iturbide: “Váyase para México, aunque lo maten o aunque se muera. Y váyase ahora que todavía es joven, porque un día será demasiado tarde, y entonces no se sentirá ni de aquí ni de allá. Se sentirá forastero en todas partes y eso es peor que estar muerto. Dígamelo a mí”.

Nadie podía entrar a su cuarto en las últimas horas de su vida, salvo el médico. En las habitaciones cercanas estaban los miembros de su Estado Mayor, compuesto por miembros de la aristocracia venezolana y sólo un pardo (mestizo descendiente de esclavos), el hijo de un pescador y una partera, el general José Laureano Silva.

A propósito de Laureano Silva, cuenta García Márquez en su libro sobre Bolívar que “la única contrariedad que le causó su condición de pardo fue ser rechazado por una dama de la aristocracia local en un baile de gala. El general (Simón Bolívar) pidió entonces que repitieran el vals, y lo bailó con él”.

De ese tamaño era el corazón del Libertador.

Fue un apasionado de bailar incluso al son de sus pensamientos si no había música, sobre sus botas talla 26.

En la habitación del general Bolívar, aquí en la quinta San Pedro, hay una silla de madera tapizada con terciopelo rojo, en la que dictó su última proclama, siete días antes de su muerte.

Termina así: “Colombianos, mis últimos votos son por la felicidad de la patria. Si mi muerte contribuye para que cesen los partidos y se consolide la unión, yo bajaré tranquilo a la tumba”.

Años después su cuerpo fue llevado a Caracas, donde no reposa en paz porque su lucha fue en vano y una partida de delincuentes, carceleros de todo ciudadano que busque la libertad, usurpan su nombre, su historia, su legado.

Caudillos locales acabaron con el sueño de la unidad que hasta la muerte tuvo El Libertador. Como dijo a unos anfitriones suyos (los esposos Molinares) en Cartagena: “En cada colombiano hay un país enemigo”.

El libro que escribió el doctor Reverend con los partes médicos y conversaciones entre ambos, dice que una tarde el general sólo dijo seis palabras: “¡Cómo saldré yo de este laberinto!”.

Le pregunto a la guía qué es el trozo de mármol en la pared de la habitación. “Ahí reposan los restos del médico francés Alexandre Procord Reverend, que asistió hasta su muerte al general, no quiso recibir el pago por sus servicios y sólo pidió ser enterrado a los pies de la cama del Libertador”.

A 40 años del anuncio del Nobel a Gabriel García Márquez, esta columna se publicará desde Aracataca y de Macondo.

Las expresiones aquí vertidas son responsabilidad de quien firma esta columna de opinión y no necesariamente reflejan la postura editorial de El Financiero.

© Copyright, Grupo Multimedia Lauman, SAPI de CV

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